El domingo 26 de febrero por la tarde, la Casa Real divulgó oficiosamente su "extrañeza" por la larga comparecencia judicial de Iñaki Urdangarin. Sumando preguntas, respuestas, mareos de perdiz, recesos, redacción y corrección del acta, el yerno del rey permaneció en el juzgado 20 horas repartidas en dos jornadas. Mucho tiempo, sí. Sobre todo, si se tiene en cuenta que la declaración íntegra del aristócrata consorte podría resumirse en una frase: a mí, que me registren.
De haberse grabado en vídeo, todo habría acabado mucho antes. Exactamente, el interrogatorio en sentido estricto rondó siete horas según el cálculo oficial del juez del caso, José Castro. Pero Urdangarin, el mismo cuya incomodidad física y mental inquietó a su familia política hasta el punto de hacerla pública, fue quien se negó a dejarse grabar. Y así acaba de subrayarlo el magistrado en una providencia donde anuncia que a partir de ahora ningún imputado de la trama Nóos cuya declaración se prevea "compleja" escapará al ojo de la cámara. El contenido de ese escrito llegó ayer a todas las redacciones. Y constituye en sí mismo un acto de reafirmación de las potestades que la ley atribuye al instructor de un sumario judicial. Pero parece también algo más: una réplica a quienes, tras el mensaje de la Zarzuela, parecieron descubrir el lunes al unísono que Urdangarin no había declarado en los anodinos juzgados de Palma sino en el siniestro Guantánamo.
El duque se negó a que quedase registro audiovisual de su voz y su perfil, demacrado y con surcos tal como la prensa del corazón repiquetea casi a diario. De momento, el juez tampoco le ha registrado a él, pero va camino de ello, al menos en sentido figurado: salvo que la providencia divina o cualquiera de sus brazos seculares lo impidan -y la providencia goza hoy de gran predicamento en ciertos ámbitos de poder-, Castro seguirá adelante con la investigación. Y tendrá en sus manos un informe de Hacienda sobre las cuentas del duque.
Aparte de su talante refractario a conceder préstamos salvo a quien no los precisa, los bancos poseen una segunda cualidad común: que cada cheque ingresado, cada transferencia o pago queda archivado con precisión contable. Y los informes de Hacienda ya se han demostrado extremadamente nocivos para el marido de Cristina de Borbón. Fue el primero de la serie, desvelado por Público, el que constató cómo los 5,8 millones de la Generalitat valenciana y el Govern balear captados por Instituto Nóos habían acabado en cuentas controladas por el mismo tándem que dirigía esa asociación sin aparente ánimo de lucro: Urdangarin y su socio, Diego Torres.
Urdangarin, por supuesto, nada sabe de ello. Ni de los envíos de dinero a cuentas ligadas al paraíso fiscal de Belice. Ni de la segunda trama internacional destapada por Anticorrupción. Ni del trasiego de empleados que un día cobraban de Instituto Nóos y al siguiente, de alguna de las compañías del dúo rector del conglomerado. Por no saber, el yerno más célebre de Europa ni sabe por qué la empresa que en exclusiva les pertenece a él mismo y a su esposa, Aizoon SL, emitía determinadas facturas por un determinado importe. Todo era cosa de Torres. O del contable. O del asesor fiscal. Menos mal que no había un chófer por medio, aunque nada puede descartarse.
Así las cosas, el hombre que no sabía casi nada aguarda ahora a que Diego Torres despeje la gran incógnita: si acepta llevar en solitario la letra escarlata del deshonor y el posible delito. O si, por el contrario, rompe la baraja previa extracción del as. Pero tanto si Torres rechaza el papel de villano como si accede a protagonizarlo en exclusiva, el sumario continuará henchido de elementos que presuntamente incriminan al duque. O sea, que ni es tan fácil que Urdangarin se libre por falta de indicios ni sería sencillo contener el escándalo derivado de un cerrojazo en falso. Dos elementos refuerzan ese análisis: el primero, la potencia de las redes sociales ajenas a control empresarial y muy dinámicas en un momento de crisis feroz como este; y el segundo, el enorme interés de la prensa internacional por un caso que, por primera vez, afecta a un miembro de la familia real española.
Como imputado, a Urdangarin le asiste el derecho inalienable a no abrir la boca. O a abrirla para mentir, manipular o acusar de delito fiscal al toro que mató a Manolete. Pero la pregunta hoy es si también a la Casa Real le asiste el derecho a publicitar su escozor por la larguísima estancia del marido de Cristina de Borbón ante el juez. Sobra decir que La Zarzuela no emitió ningún comunicado. Ni -que conste- llamó a nadie para reprocharle el igualitarismo indómito del juez Castro: porque el magistrado aplicó a Urdangarin la misma vara que habría esgrimido ante cualquier presunto delincuente de cuello blanco que aceptase declarar para aferrarse luego a un guión plagado de desmemoria y material de power point apto para escuelas de negocios.
Ni hubo comunicado ni consta que hubiera ruido de teléfonos en el recinto de la carretera del Pardo. Pero que "fuentes" del palacio confirmasen a los periodistas su "extrañeza" por la demora del juez ni siquiera precisa traducción: la Zarzuela quiso transmitir su malestar por la situación de uno de los suyos, justamente aquel cuyo apartamiento de la agenda oficial ordenó el rey en diciembre por no haber exhibido un comportamiento "ejemplar".
El lanzamiento desde Zarzuela de un mensaje de esas características, que afea al juez su conducta casi sin veladuras, no puede pasar inadvertido. Y mucho menos en un país donde cualquier mínimo gesto de la Casa Real se analiza con microscopio. Es, además, el mismo país donde la independencia judicial opera como un blasón de quita y pon. Como un concepto de fronteras difusas y susceptibles de ser alteradas.
¿Ha afectado al ánimo del juez Castro que los principales medios de comunicación se hayan hecho eco de esa "extrañeza" difundida por los portavoces de la Corona? El proverbio dice que no ofende quien quiere sino quien puede. Y las actuaciones de Castro en este caso lo presentan como un tipo cauto pero duro y difícil de amilanar. Ahora bien, a nadie escapa que un simple parpadeo de la Casa Real desata, o puede hacerlo, un inmediato efecto mariposa.
Si compartir con los periodistas ese malestar fue fruto de una estrategia diseñada a conciencia, los ciudadanos tienen hoy una razón objetiva para temer o barruntarse que el caso Urdangarin no será investigado como cualquier otro. Pero si divulgar el mensaje fue un error o una torpeza, entonces urge una aclaración. Porque los juzgados de Palma no son Guantánamo. Y porque España no puede permitirse que el crédito de la justicia, muy mermado tras la condena al juez Baltasar Garzón, siga cayendo desagüe abajo.
Blog de la autora
Fuente: Público
sábado, 3 de marzo de 2012
Era Palma, no Guantánamo
18:30
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