“Yo tenía cinco años cuando ocurrió el espanto. Mi madre murió en acto de servicio. La detuvieron por ir a abrir la escuela en Cangas de Narcea. Y la mataron. A mi padre, también maestro, le aconsejaron: ‘¡Vete al monte, escóndete!’, pero no se fue y también le fusilaron. En menos de 24 horas asesinaron a mi padre y a mi madre”, relató Hilda Farfante este viernes en el I Congreso de Víctimas de Franquismo, celebrado en Rivas Vaciamadrid. El primero y probablemente el último, porque el Gobierno ha recortado en un 60% las ayudas a la memoria histórica y solo subvencionará exhumaciones. Y porque, según el historiador Nicolás Sánchez-Albornoz, “pronto no quedarán víctimas del franquismo”.
“Cuatro días después mataron a un niño de 14 años. Querían matar hasta las raíces”, proseguía Hilda en un salón de actos lleno de gente: de historiadores, como Sánchez-Albornoz y Julio Aróstegui; de magistrados, como Ramón Sáez Valcárcel, compañero en la Audiencia Nacional del exjuez Baltasar Garzón; y sobre todo de víctimas del franquismo que, tras el portazo de la justicia española, tienen todas las esperanzas puestas en la argentina, donde una querella contra los mismos crímenes que intentó investigar Garzón sigue abierta y avanzando. La juez que lleva la causa vendrá en junio a España a entrevistar a víctimas como Hilda Farfante.
O como Emilia Cañadas. “La primera persona que llamó viuda a mi madre fue mi padre, su propio marido. Lo hizo en una carta desde la cárcel en la que le enviaba su testamento, poco antes de que lo mataran”, recordaba, a sus 83 años. Tenía ocho el día que fusilaron a su padre, Antonio Cañadas, alcalde republicano de Guadalajara.
Aquel testamento con forma de carta, la última, serviría de muy poco porque después de fusilar a Antonio tras un juicio sumarísimo le pusieron una multa. El muerto debía 14.000 pesetas a sus verdugos. “No las teníamos, así que nos embargaron. Nos lo robaron todo, hasta las camas. Un hombre nos ofreció un carro y allí nos metimos todos: niños, abuelos... y fuimos a Madrid a casa de una mujer que había estado de sirvienta en nuestra casa”, recuerda Emilia. Antonio tenía el día que lo mataron 47 años y seis hijos. Una de ellas, Ascensión, de 17 moriría de una pulmonía poco después. A Antonio, reclutado para la quinta del biberón, lo encarcelaron con 19 años. “Salió con 26, pero no nos dio tiempo a celebrarlo, porque volvieron a por él. Decían que no había hecho el servicio militar y lo mandaron a un batallón disciplinario. Nadie puede imaginar lo que sufrió mi madre. Y nunca jamás la oí quejarse”, recuerda Emilia.
Se había casado con Antonio pese a la oposición de su familia. “Mi madre era la rica”, recuerda Emilia. “Tenía una vida acomodada. Después de que mataran a mi padre tuvo que ponerse a limpiar casas. La pobre no sabía fregar”. Emilia tuvo su primer trabajo con 14 años en una fábrica de medias. “Nos hacían cantar el cara al sol. Yo lloraba. Después, para trabajar en una empresa de seguros, quise escribir a máquina y con una caja de zapatos y un dedal practicaba en mi casa”, recuerda.
Este viernes, Emilia fantaseaba con la vida que hubiese tenido si hubiese funcionado el plan de su padre, y el de los miles de perdedores de la guerra que se encontraron en el puerto de Alicante intentando huir de Franco en unos barcos que nunca llegaron. “Nos reuniríamos en México, pero se lo llevaron al campo de concentración de Los Almendros, donde le daban palizas compañeros de colegio de mi hermano, de 17 años, hijos de falangistas. Y luego, en camión a Guadalajara. Durante el viaje, lo bajaron varias veces para simular que lo fusilaban”.
A Emilia no le quedan muchos recuerdos de su padre —“silbaba zarzuelas al afeitarse, me insistía en que estudiara...”— pero uno de esos recuerdos, en forma de documento, le duele especialmente. “Mi padre figura en la historia como un canalla. Quiero que se anule su juicio sumarísimo y que se diga la verdad, la que me repetía mi madre: ‘Tu padre murió por un ideal. Nunca te avergüences de él”.
Fuente: El País
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