Comenzó Israel con su Museo del Holocausto, Yad Vasem. Le siguieron Alemania o Polonia exponiendo las huellas del horror nazi. Más recientemente, han abierto museos dedicados a las víctimas de los genocidios sufridos por su población civil Armenia, Lituania, Ruanda, Camboya y, el último, Georgia este mismo verano. Con ello pretenden a la vez honrar la memoria de las víctimas y transmitir lo sucedido a generaciones futuras para que no se vuelva a repetir. Las ausencias más llamativas en esta lista son las de Rusia,
China o España.
Al entrar en el Museo Nacional de Georgia, el propio guardia de seguridad, con orgullosa jovialidad, informa a los aún escasos turistas que visitan su capital, Tbilisi, que en la cuarta planta se acaba de inaugurar la muestra permanente sobre la ocupación soviética. Todavía no figura en los indicadores del museo. Al penetrar en la primera de las salas, sobrecoge la imagen de un vagón de tren, de tamaño real, agujereado por los disparos de una ametralladora allí mismo apostada. Junto a la escena, fotografías de cadáveres y largas listas, que ocupan paredes enteras, con los nombres de las víctimas de los primeros ataques del Ejército Rojo, en 1921.
La penumbra y quietud de la sala se ven rotas por el estruendo de un vídeo proyectado en una gran pantalla. Muestra imágenes de refugiados, muertos, heridos y bombardeos de la última guerra entre Georgia y Rusia, acaecida en 2008, junto a declaraciones del entonces presidente ruso, Vladimir Putin. La utilización propagandística de este museo se evidencia en esta asimilación entre la antigua URSS y la Rusia actual. No es de extrañar si tenemos en cuenta que, producto de esta última contienda, el ejército ruso mantiene aún ocupadas dos provincias separatistas georgianas, las de Abjasia y Osetia del Sur, cerradas sus fronteras y con decenas de miles de desplazados.
Sin embargo, la convulsa situación actual de Georgia queda atrás al penetrar en la segunda de las salas, dividida a su vez en dos plantas, en las que se muestra el proceso histórico del país bajo el régimen comunista. De cómo Georgia declaró su independencia en 1917 y celebró elecciones democráticas, el fin de ese breve periodo de soberanía con la invasión soviética de 1921, la progresiva incorporación de su territorio a la URSS y la resistencia que durante décadas opusieron muchos georgianos, lo que dejó 580.000 víctimas, entre muertos y deportados, según se informa al final del itinerario por esta nueva muestra del Museo Nacional.
En esta misma región del Cáucaso, la vecina Armenia ha erigido el Museo del Genocidio, cometido por las autoridades turcas al final de la I Guerra Mundial sobre la población armenia del entonces Imperio Otomano. El régimen otomano consideró a los armenios connniventes de sus enemigos rusos y organizaron una operación de limpieza que, según las investigaciones históricas que se muestran en este museo, provocó el desplazamiento de 1,5 millones de personas. Gentes que encontraron la muerte en el penoso camino hacia los desiertos de Siria o bien consiguieron exiliarse, configurando la conocida diáspora armenia, que aún conserva su identidad.
El resultado es que actualmente hay 9 millones de armenios repartidos entre múltiples países del mundo, muchos de ellos de habla hispana, y sólo 3 millones residiendo en Armenia, que obtuvo su estatus de Estado independiente tras la desintegración de la URSS. Las disputas entre Turquía y Armenia por el reconocimiento del genocidio aún no han terminado, motivo por el que las fronteras entre los dos países siguen cerradas, al igual que le sucede con otro país musulmán vecino, Azerbaiyán, con el que Armenia mantuvo un conflicto armado en la década de los noventa por la disputa del territorio de Nargorno-Karabaj.
El Museo del Genocidio erigido en la capital armenia, Yereván, prescinde del efectismo de su homónimo georgiano para centrarse en multitud de documentos históricos, fotografías y reportajes de la prensa escrita de la época allí expuestos. La minuciosidad de la muestra hace que el visitante neófito difícilmente pueda captar una explicación global de los hechos.
Sólo se comprende bien la trascendencia del asunto para este país al ascender a la zona superior del edificio. Sobre su cubierta, al aire libre, un enorme monolito triangular que apunta al cielo y una llama perenne, siempre rodeada de rosas cortadas, rinde homenaje a las víctimas de la masacre, con música clásica sonando constantemente y la imagen del monte Ararat al fondo, símbolo nacional armenio que sin embargo se encuentra en territorio turco.
Muchos otros países que han sufrido tragedias parecidas en su historia reciente han construido en los últimos años museos similares para tratar de exorcizar sus demonios y quedar en paz consigo mismos. Así lo han hecho Camboya. Vietnam o Ruanda. Sin embargo, ninguna instalación existe en Rusia sobre el genocidio de su población perpetrado por Stalin, ni en China sobre las víctimas de la ‘revolución cultural’ de Mao.
Tampoco en España existe muestra permanente alguna sobre la represión franquista. Ninguna propuesta de uso alternativo del Valle de los Caídos ha cuajado. Ello a pesar de que las magnitudes podrían ser comparables a las de los anteriores casos. No existe en nuestro país un consenso entre los historiadores sobre este asunto, motivo por el cual distintas webs de entidades relacionadas con la recuperación de la memoria histórica apuntan a que posiblemente la cifra de víctimas de la represión franquista se acerque al millón de personas, entre exiliados, ejecutados o fallecidos en campos de trabajo forzado. Eso sin contar los presos políticos durante toda la dictadura de Franco.
Según los datos aportados por los distintos autos de la Audiencia Nacional y por las asociaciones de la memoria histórica, más de 130.000 personas asesinadas en la retaguardia durante la Guerra Civil, cuyas fosas comunes permanecen en su mayoría aún cerradas, lo que convertiría a España, según muchas de estas asociaciones, en el segundo país del mundo con más desaparecidos, después de Camboya. Otras decenas de miles de personas fueron fusiladas por motivos políticos durante los años cuarenta y cincuenta, hasta 200.000, según algunas fuentes, incluyendo la despiadada represión contra los maquis y su entorno.
Durante esas décadas también se habrían robado unos 20.000 bebés de sus familias republicanas, según el Auto de la Audiencia Nacional, práctica que se prolongó hasta finales de los setenta bajo otras formas y que actualmente está siendo investigado por la Justicia. Los exiliados por su parte se podrían acercar al medio millón, según la hipótesis de estas mismas fuentes, lo que significaría el mayor éxodo masivo de la historia de España., muy por encima de la expulsión de los moriscos en el siglo XVII o de los judíos sefarditas en el XV. Magnitudes todas de récord que sin embargo, y a diferencia de la mayoría de países del mundo, no cuentan en España con ningún centro oficial, ninguna muestra, ningún museo, donde sistematizarlas y darlas a conocer para que no se olviden ni se repitan.
Texto: José Luis Gordillo
Fotos: Mónica Hernández
Fuente: Público
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