David Lomon se llamaba en realidad David Solomon. Las primeras dos letras de su apellido las perdió en España, cuando, el mismo día que cumplía 18 años, dejó su país, Reino Unido, para unirse a los republicanos en la lucha contra Franco. “Me aconsejaron que cambiara mi apellido por otro menos judío porque al ir a luchar contra los fascistas, si tenía la mala suerte de ser apresado, podría ayudarme a sobrevivir”, escribió en unas memorias hace apenas un mes. Tras la batalla del Ebro, fue capturado por tropas italianas y enviado a un campo de prisioneros de guerra, la mayoría brigadistas internacionales, en Palencia. “La Gestapo venía cada pocas semanas a llevarse ciudadanos alemanes y en particular, judíos. Cambiar mi nombre me salvó la vida”. Gracias a eso, Lomon pudo entrar en una lista de canje de prisioneros, ser liberado y disfrutar de una vida larga y muy aprovechada: murió ayer, a los 94 años.
Lomon era uno de los pocos brigadistas internacionales que quedaban vivos, y el último de los británicos. Habían sido muchos, hasta 35.000. Procedían de 55 países y de un sinfin de profesiones: había mineros, abogados, algunos escritores célebres, como George Orwell, o políticos, como Willy Brandt.
Lomon se fue de casa para ir a la guerra en España sin decirle nada a su madre porque sabía que nunca le hubiera dejado marchar. Se lo contó por carta. “Tuve muchos remordimientos por lo mal que lo pasó, aunque después decía que estaba muy orgullosa de mi y me convertí en su favorito. ¡Y éramos ocho hermanos!”, recordaba en octubre del año pasado, cuando visitó Madrid para participar en los actos por el 75º aniversario de la creación de las Brigadas Internacionales.
Llegó a España convencido de que ganarían la guerra. “Éramos los buenos”, recordaba con una sonrisa. Pero una vez aquí descubrió la debilidad del bando que había escogido. “Tuvimos que conformarnos con armas antiguas, en su mayoría de antes de la guerra [la primera mundial], y con las viejas ametralladoras rusas. La comida no era mucho mejor: carne de burro, sardinas y alubias eran nuestra dieta básica. Pero estábamos tan determinados a superar todas las dificultades que acabamos por aceptar lo que nos daban y la instrucción que hacíamos. Después de todo, no habíamos ido a España a comer, sino a pelear”. Le impresionaron los españoles: “Me fascinó ver a gente tan pobre y a la vez tan orgullosa”, decía.
Combatió en la batalla de Teruel y en la ofensiva franquista de Aragón. Le enseñaron a disparar la ametralladora rusa Maxim, vieja, pesada y muy temperamental: “No le sentaba bien ni el calor ni el frío”. Una bomba estuvo a punto de matarle. La explosión le dejó inconsciente durante no sabe cuánto tiempo. Cuando despertó, estaba en un camión custodiado por la división italiana de Flechas Azules, preso. Era marzo de 1938.
Los llevaron al antiguo monasterio de San Pedro de Cardeña. Hacinados en el sótano, muchos de sus compañeros murieron por falta de atención médica y alimentos. “Fue algo espantoso. Cuando te meten en un sitio así es como si te apartaran del mundo”, recordaba.
Lomon enseñaba con orgullo el pasaporte español que obtuvo gracias a la ley de memoria histórica, que concedió la nacionalidad a los brigadistas internacionales. Perder la Guerra Civil fue para él “un golpe muy duro”, pero aseguraba que le había servido de “inspiración” para, al regresar a Inglaterra tras ser canjeado por cuatro prisioneros italianos, ingresar en el Ejército y luchar después contra Hitler. “Esa guerra sí la ganamos”.
Hace un mes vino a Madrid por última vez invitado por la Asociación de Amigos de las Brigadas Internacionales para participar en los actos por el 76º aniversario de la defensa de Madrid. Almudena Cros, de la asociación, recordaba ayer cómo le vio caminar “con admirable brío” por las mismas calles por las que 76 años antes había desfilado la XI Brigada Internacional.
Fuente: El país
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