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lunes, 28 de mayo de 2012

El ‘Diccionario’ no se corrige, pero se financia

El Diccionario biográfico español está de cumpleaños, pero en este país nada está para fiestas. Presentado hace un año en sociedad con el mayor boato posible —el que concedía la presencia de los Reyes—, la difusión de sus errores y de la subjetividad de algunas reseñas capitales desataron una descomunal tempestad en todos los ámbitos (político, historiográfico y ciudadano). Desde entonces, la Real Academia de la Historia (RAH) ha demostrado que tiene cabeza rectora, pero carece de cintura democrática. El director, Gonzalo Anes, no acepta que deba someter al escrutinio público una obra financiada por 6,4 millones de euros del Estado que contiene piezas inmaculadas (la colección ronda los 43.000 textos) que se han visto sepultadas por el fango que arrastraron las malas: voces sesgadas, deslices históricos y ocurrencias de andar por casa, como el hecho de que la Zarzuela redacte las biografías del Príncipe y sus hermanas.

No es el mayor de los males. Sus fallas, lo que ha restado credibilidad a una ambiciosa obra a la que han contribuido unos 5.500 biógrafos —la mayoría, escrupulosos profesionales—, son algunos retratos de personajes y episodios del siglo XX. Además de Franco, convertido en el icono del escoramiento ideológico porque su biógrafo, Luis Suárez, rechaza tildarlo de dictador y silencia la represión del régimen al que perteneció él mismo como director general de Universidades, había una ristra de voces contaminadas. Lejos de encajar las críticas, los académicos influyentes, empezando por Anes, las interpretaron como un ataque a la institución, como si exigir que el rigor imperase en una publicación con aspiraciones canónicas fuese una campaña para hundir la casa fundada bajo el paraguas de Felipe V.

En junio pasado, a regañadientes, la institución creó una comisión para revisar y corregir la obra, forzada en parte por Ángel Gabilondo, entonces ministro de Educación, y en parte por lo que barruntaba que acontecería un mes después en el Congreso de los Diputados, que le cerró el grifo económico mientras no subsanase los fallos. A partir de entonces, el Diccionario entró en una suerte de letargo y los trabajos de la comisión se convirtieron en un asunto secreto para los propios académicos, excepto los que pertenecían a dicho grupo (Carmen Iglesias, Carmen Sanz Ayán, Vicente Pérez Moreda y Faustino Menéndez Pidal), que se completaba con dos historiadores externos, Juan Pablo Fusi y José Varela Ortega.

Conviene detenerse un momento en la composición de la comisión para entender por qué, contra toda lógica, se ha invertido un año en volver a la casilla de salida. Esto es, no se corregirá ninguna biografía y solo habrá cambios menores en una adenda final: fe de erratas, notas críticas, bibliografía, “referencias cruzadas” para enriquecer algunas biografías y “alguna redacción complementaria” con el visto bueno de los autores, según las respuestas facilitadas por la RAH a EL PAÍS. Una salida final que el presidente de la Asociación de Historia Contemporánea, Carlos Forcadell, reprueba con contundencia: “Que mantengan el Diccionario es una prueba de su escasa profesionalidad, de su obsolescencia, de su inconsciencia del ridículo”.

Volvamos a la comisión. Inicialmente se designó como presidente de los revisores al académico Miguel Artola, historiador respetado y uno de los pocos expertos en el periodo contemporáneo de la RAH, que cuenta con un gran agujero en la historia reciente. Aunque se mantuvo lejos del primer plano, Artola asumió que era necesario revisar la obra y rectificar donde hubiera fallos; ir hasta donde fuese necesario, lo cual debió ser demasiado lejos para la casa. Poco después y, según la RAH, por problemas de salud, Artola abandonó la comisión. En octubre el grupo fue ampliado —de tres a seis— con una incorporación externa (Varela Ortega) y tres de la casa (Iglesias, Menéndez Pidal y Pérez Moreda). Sorprendentemente, la RAH elige para revisar la obra a cuatro académicos que no se habían distinguido en ningún momento por su afán de revisar nada y que, además, son expertos en asuntos ajenos al siglo XX, donde se concentran las entradas problemáticas: Pérez Moreda es especialista en demografía; Menéndez Pidal, en heráldica y Sanz e Iglesias, en Historia Moderna. Solo Fusi y Varela, los refuerzos del exterior, son catedráticos de Historia Contemporánea.

A finales de 2011 estaba listo el primer informe de la comisión inicial (Artola, Sanz y Fusi). Tras haber examinado 500 voces de personajes nacidos entre 1875 y 1931, especialmente militares, políticos y eclesiásticos, concluyeron que una debería excluirse, 14 revisarse “enteramente” y 16 “habrán de retocarse”. Cuatro fueron consideradas “de contenido opinable”. En resumen: el 6% de los textos examinados por la comisión de la RAH tenían fallos, de distinto alcance, que deberían ser modificados. Y una voz, que no se identifica en el documento al que ha tenido acceso este diario, debería directamente suprimirse. Nada de este dictamen ha sobrevivido en las respuestas facilitadas esta semana por la Academia sobre la corrección del Diccionario: “No habrá biografías alternativas a las ya publicadas”. En la versión online, donde la corrección de fallos es una tarea fácil e inmediata, tampoco.

¿Se ajusta así la RAH a la condición que le exigió el Congreso para volver a concederle la subvención para culminar la colección (50 tomos)? No, a juicio de Ángel Viñas, historiador y antiguo diplomático. “Es evidente, con sus saltos de humor y su oscurantismo, que la RAH se burla del Parlamento, de la democracia, de la opinión pública y de los contemporaneistas españoles que no son de su cuerda. Malgasta los fondos públicos y ni siquiera logra que en el exterior se la tome demasiado en serio”.

Distinto es el parecer del Ministerio de Educación, Cultura y Deportes que, antes de tener en sus manos el informe definitivo de la comisión de revisión —cuyas conclusiones se desconocen—, decidió reactivar la subvención al Diccionario en los Presupuestos Generales del Estado de 2012 (193.000 euros) y saltarse a la torera el acuerdo del Congreso de los Diputados de julio, en el que se condicionaba la reactivación de la ayuda pública a la reparación de errores. PSOE e Izquierda Plural abogaron sin éxito, mediante una enmienda, que esa partida se retirase del Diccionario y se distribuyese entre todas las academias. Esquerra Republicana, por su parte, ha reclamado la comparencia del ministro José Ignacio Wert. A preguntas de este diario, el ministerio ha explicado que está estudiando el informe antes de pronunciarse sobre él. Sin más comentarios.

Hay una segunda evaluación, espontánea y ajena a la casa, que reitera la existencia de voces fallidas. Se elaboró a partir de un encargo de la Asociación de Historia Contemporánea, a la que pertenecen 700 especialistas, para la revista donde difunden sus trabajos, Ayer. Sin ánimo de elevarlo a la categoría de estudio científico, el profesor de Historia Contemporánea de la Universidad de Zaragoza José Luis Ledesma decidió ser sistemático para sustentar su artículo sobre datos contrastados por él mismo y eludir las decenas de artículos de prensa, volcados en lo negativo. El historiador consultó los 10 libros de referencia para los investigadores españoles sobre los años de la Segunda República y la Guerra Civil y seleccionar el medio centenar de personajes más citados. “No quería ser ventajista y elegir las voces más estrambóticas”, explica.

Tras su estudio concluyó que la mitad de las biografías son “solventes y pulcras”, 15 cuentan con errores que no invalidan la entrada y 10 necesitan ser revisadas “sustancialmente”. Traducido: sin tener en cuenta las ligeramente fallidas, el 20% de las voces no pasan el examen externo de un historiador profesional. Por si Ledesma les inspira desconfianza, aclaremos que se ha especializado en investigar la violencia cometida en zona republicana y que tiene un discurso más contemporizador que otros profesionales que se han indignado con el contenido del Diccionario. Él valora el “esfuerzo titánico” de acometer una obra semejante, pero también ha percibido valoraciones desproporcionadas (el político ultraderechista asesinado en julio de 1936, José Calvo Sotelo, bate récords con la extensión de su reseña, que supera profusamente la de otro Calvo Sotelo, Leopoldo, que solo merece tres escuetos párrafos y el olvido de su condición de presidente del Gobierno en el encabezamiento) y cierto tono asfixiante en algunos textos que le restan credibilidad y valoraciones: “Es como si hubiesen retrasado el reloj para recuperar la historia que escribían los vencedores en 1936”, dice Ledesma.

Un tercer examen, cualitativo, fue realizado por Times Literary Supplement, una de las más prestigiosas cabeceras de crítica literaria, que le dedicó un artículo de tres páginas en su número de marzo. Lo tituló sin miramientos Los amigos de Franco. Lo subtituló también sin rodeos ‘Los antiguos que dirigen el Diccionario biográfico español’. En el texto cuestionan la metodología empleada y la elección de algunos biógrafos con criterios nada científicos: “Algunos autores están unidos a menudo a los biografiados tanto por la admiración como por el interés”.

He ahí uno de los focos del mal. La elección, en muchos casos, de afines del retratado. Y si en el campo de los creadores no tiene por qué suscitar controversia, en el terreno político, donde los personajes arrastran cara y cruz, lo más neutral sería acudir al profesional de la historia. La cercanía entre personaje y biógrafo se dio en todo el espectro ideológico: la entrada de Durruti la firma un anarquista convencido (Abel Paz, sobrenombre de Diego Camacho) y la de Dolores Rivas Cheriff, esposa de Manuel Azaña, la firma su sobrino Enrique de Rivas. El clímax en la comunión de intereses se alcanzó en la biografía del general Alfonso Armada, golpista del 23-F, redactada por el académico Hugo O'Donnell, ¡su yerno!

El quebranto de las prolijas normas de objetividad impuestas por la RAH a los biógrafos empezó en varios casos por los propios académicos, como O'Donnell o Suárez. “Es un disparate profesional dejar en manos de militantes el análisis del pasado. Cualquier chico de instituto sabe que no se puede encargar una biografía a un partidario”, aduce Carlos Forcadell. Es de justicia reconocer que reparar los desaguisados en una obra semejante es una tarea compleja. José Luis Ledesma cree que tiene difícil solución si no se aceptan los errores: “No creo que la retirada de tomos sea la salida, pero deberían corregir las versiones negativas y, desde luego, sustituirlas en Internet”.

Transcurrido un año, la voluntad de la Academia no apunta en esa dirección. En reiteradas ocasiones han repetido que cada texto es responsabilidad de su autor. Es un argumento esgrimido también por Luis Alberto de Cuenca, poeta, ensayista y académico: “Los fallos son de las personas que firman los textos y el principio de libertad de expresión debe regir para quienes escriben”. El exsecretario de Estado de Cultura solo tiene elogios para el Diccionario: “Poco puedo decir, me parece una obra descomunal y como usuario me ha resultado muy útil”. La censura y la libertad de expresión ha sido uno de los argumentos más socorridos por la dirección de la Academia para mantener su oposición numantina a la rectificación. Gonzalo Anes llegó a definir la obra como “un monumento a la libertad de expresión” y “un documento de pluralidad en que están representadas todas las tendencias y perspectivas historiográficas”.

Fuente: El País

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