Peter Sellars (Pittsburgh, 1957), inventor de gran parte de lo que se ha imitado en los últimos años sobre los escenarios, el primero en atreverse a una irreverencia como trasladar Don Giovanni a Harlem o Las bodas de Fígaro a un apartamento de Manhattan, está exultante cuando conoce a su entrevistador. "Muy feliz", recalca, aunque jamás hubiera oído su nombre antes. Le abraza y le estrecha bien fuerte. Pero no solo al periodista, también al fotógrafo, al regidor del Teatro Real, al técnico de luces y a la responsable de prensa...
todo en él es luz y felicidad a tres días del estreno de su Iolanta/Perséphone en Madrid (el sábado). Un montaje que fusiona dos obras de Chaikovski y Stravinski, comandado en el foso por el griego Teodor Currentzis. "Es un proyecto enorme, de lo más ambicioso en lo que me he embarcado. Es una locura, porque involucra muchos mundos, y un descubrimiento para todos", relata sentado en el patio de butacas mientras el espectacular baile cromático del decorado muta de color.
Menudo, enérgico e incondicional a su peinado de genio chiflado y a tres grandes collares colgados del cuello, era cuestión de tiempo que aterrizara en Madrid, donde vuelve a final de temporada con la Ainadamar de Osvaldo Golijov. Su relación con el director artístico del coliseo madrileño, Gerard Mortier, es una devoción mutua desde que se embarcaron juntos en el San Francisco de Asís de Olivier Messiaen en el periodo al frente del festival de Salzburgo del belga. Pero todo en Sellars rezuma hoy una crítica política. Está enfadado con lo que sucede en su país y con el colapso del sistema financiero. Con todo el maldito embuste que supone, protesta. Un fraude como al que somete el rey Renato a su pueblo en la obra de Chaikovski: su hija Iolanta es ciega, pero para ocultarle su discapacidad el monarca prohíbe hablar de belleza, verdad o luz. "Y todo el mundo interioriza ese sentido de la vergüenza, de asumir toda la culpa. Como en esta crisis. El sistema es la gran mentira, pero nos dicen que recortemos en las escuelas, hospitales... como si nosotros fuéramos el fracaso. Es una ópera muy radical, es el comienzo del simbolismo en Rusia, del arte moderno, de la búsqueda de luz...". Escrita 11 meses antes de que Chaikovski se suicidase, solo Mahler tuvo la visión en ese momento de calificarla de "obra maestra" y dirigirla en Hamburgo. Su autor seguía tan afectado por el fracaso que no quiso acudir al estreno.
Pero, ¿qué tiene en común con la Perséphone de Stravinski para osar ensamblarlas? "Conecta porque va más allá del teatro de ópera, es un ritual. Una ceremonia. Es lo que la siguiente generación anduvo buscando luego. Cuando los primeros antropólogos regresaron de Siberia y África a Berlín o San Petersburgo dijeron que habían visto poemas de fuego, canciones de la tierra, ¡la consagración de la primavera...! Todo eso creó el modernismo en Europa. Todos los compositores buscaron algo más primitivo, más cercano a la esencia de la vida". Las dos obras, además, poseen cuartetos de cuerda, resalta, y se adentran en una exploración de la música de cámara, "la manera de poder hablar de una belleza tan íntima". El autor de La consagración de la primavera, siempre tan rácano en elogios, nunca ocultó su admiración por Chaikovski y el impacto que le produjeron sus obras.
Pero la Perséphone de Stravinski y André Gide ("el ruso blanco y el intelectual europeo que apoyaba a la URSS") funciona como un cuadro cubista combinando música, danza, poesía y artes visuales sin que predomine "de forma imperialista" ninguna. "Empezaron a escribir en el 33 y el fascismo ya estaba muy presente en Europa. Los autores van en busca de un mito fundacional sobre algo que pueda mantener a la sociedad unida. Así que llegan hasta los orígenes de las ceremonias de ritual griegas. Y descienden al infierno, porque es donde se encontraba el mundo entonces. Como ahora", señala. En la versión de Sellars, Perséphone baja voluntariamente a los avernos por un sentimiento de solidaridad con los desfavorecidos. "Es interesante tener esta pieza ahora, con la gente en la calle protestando, con el fascismo volviendo, sin ninguna disculpa o disimulo. Es impactante".
Así que, claro, Sellars no concibe otra ópera que no sea política. Y menos ahora. "Tu responsabilidad debe ser algo más que decorativa, la intensidad moral es una obligación. Y eso es lo que hacemos: un ritual antropológico donde suceden cosas indescriptibles con palabras".
Otra cosa es lo que piense el público. Lo que esté dispuesto a aguantar, a pensar. Pero Sellars, acostumbrado a la controversia, no guarda ni un gramo de rencor hacia la reacción del patio de butacas. "Nunca culpo al público. No puedes saber quién hay ahí ni lo que va por dentro del ser humano. Lo que la gente piensa cambia con el tiempo. Nunca juzgo cómo responden: el arte es complejo y el ser humano también. No pregunto qué piensan esa noche, solo me interesa dos semanas después. El tiempo otorga una reacción más profunda. Pero a veces ni siquiera el público sabe lo que piensa. Es la belleza de la ópera: está fuera de control".
Su paciencia, en cambio, se reduce a cero cuando habla de recortes y de quienes dirigen las instituciones. "El dinero se tiene que usar para algo visionario. Y ahora atravesamos una pesadilla de tecnócratas sin visión. Las decisiones son erróneas. Nadie mira profundamente al futuro, quieren sobrevivir día a día: eso es lo que hacen los gatos y los perros, no los humanos. La reducción a lo práctico de todo ha eliminado el futuro. Lo que está pasando en mi país en esta campaña política ¡es tan bajo! ¿pero quién son esa gente? El arte refleja esa realidad basura, embarazosa y grotesca en la que América se está destruyendo a sí misma. Esto no acabará bien, es un tiempo muy doloroso. Por eso pienso que el arte tiene que buscar un equilibrio y una perspectiva".
Apasionado de la generación que entra, a la que da clase en California y que asegura que está haciendo la revolución en la calle y en Internet, no parece muy interesado en lo que producen quienes todavía controlan el mundo del arte. "Está lleno de cosas sin calidad que se desmoronan diez minutos después. Pero la cultura siempre ha sido un espejo, y a menudo refleja la peor parte de la sociedad. En la historia del arte solo el 10% de las cosas es especial, la base del futuro, fuera de lo mediocre". ¿Y el resto? "Bueno... simplemente es el otro 90%".
Fuente: El País
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